Nadie me lo contó, me tocó vivirlo en carne propia, teniendo a mi lado a mis hijos y a mis seres queridos en esta tormentosa situación. Sentir y ver pasar las horas con el estómago vacío, con el cuerpo a punto de quebrarse, de derrumbarse, a punto de expirar; sentir temblar cada músculo, las manos como gelatina sin control; con grandes y profundas ganas de llorar, gritar, pero no lo debía hacer, pues los que están conmigo caerían en un tormento negro, sobrehumano y profundo de consecuencias catastróficas.
El desespero es la pérdida de la esperanza, es la impaciencia, el miedo, la desilusión, pero agreguen el hambre, la inseguridad alimentaria, la carencia de alimentos que no se tienen, pero no por pereza o por falta de interés en conseguirlos. Tratar de sosegar ese ayuno, impuesto por gentuza que solo piensa y pelea por sus intereses personales. Llegar al ocaso del día solo con agua y hielo, incontables vasos para acallar por meros segundos la voz del estómago, tratar de dormir para que el tiempo se diluya.
Cuando al fin logras conseguir algo de dinero para comprar, te diriges a donde “puede ser” que encuentres algo, lo cual es casi imposible, debido a que el dinero no alcanza y siempre hay nada de nada. Anaqueles llenos de galguerías, gaseosas, dulces, todos súper extraordinariamente costosos y que nada aportan a la supervivencia de un ser humano que debe permanecer saludable, pero, siempre existe un pero, hay que comer lo que sea…En varias ocasiones tocó saciar el hambre con lo que se conoce como Boliqueso, Pepitos o Bolitas de maíz, que son solo plástico inflado con sal y gaseosa negra después de todo un día de aislamiento famélico.
Estas son solo palabras que quizás en unos calen y a otros les importe poco o nada, pero esto se ha vivido en Venezuela por muchos años y lo más doloroso es que poseo la certeza de que no tendrá un final cercano, aún más cuando el individualismo, la ausencia de solidaridad y la falta de tener “cojones” son el pan nuestro de cada día.
Continuará…
Marianella Lapadula/26/07/2020
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