El escritor y periodista español Juan José Millás, expresaba que con cada palabra que desaparece, desaparece una porción de la realidad, pero lo contrario también es cierto, cuando emerge y se empieza a usar una palabra, se está haciendo evidente, está ganando entidad una nueva parcela de la realidad, sea esta empírica o imaginaria.
Coherentes con esta idea están los lingüistas Edward Sapir y Benjamín Lee Whorf, partidarios de la teoría que afirma que existe relación estrecha entre el vocabulario y las categorías gramaticales utilizados por una persona y la manera como esa persona concibe y conceptualiza el mundo.
En el idioma castellano se conocen existen tres tiempos verbales, pasado, presente y futuro, cada uno tiene distintas formas verbales, las cuales pueden ser simples o compuestas. Sin embargo, el uso correcto de estas formas no es tan simple, pues no siempre informan de manera concreta sobre un momento determinado. Cuando una lengua posee pocos tiempos verbales, los hablantes de esa lengua son menos conscientes del trascurrir del tiempo.
En nuestra cotidianidad el tiempo, pese a ser un concepto muy complejo, está presente en nuestra existencia organizada al compás del reloj, del horario, del almanaque, la agenda, la alarma del celular, etc. La presencia del tiempo en nuestra vida se evidencia en el lenguaje y en nuestro diario accionar, por eso espero, aguardo, desespero, aguanto, hago tiempo. Ese tiempo yo lo pierdo, recorto, alargo, lo doy o lo tomo. Me desespera, exaspera, desquicia, impacienta y me aburre, me harta, me fastidia y logra hacerme bostezar. El tiempo pasa rápido, lento, acelerado y hasta siento que se detiene y se suspende. Pero el tiempo es mi historia, tu historia, nuestra historia, guarda nuestro pasado individual y colectivo, es un hilo que hilvana el pasado, presente y futuro.
También cuando mi lenguaje posee muchos nombres para designar una misma cosa, surgen sutiles diferencias que permiten diferenciar atributos físicos y estados sensoriales de esa cosa, que otros no podrían percibir. Así para designar tristeza, tenemos términos como sentimiento, pena, aflicción, pesadumbre, melancolía, dolor, soledad, desconsuelo, tribulación, amargura, desamparo, desazón, nostalgia, desventura, cuitas. Significaciones comprensibles para un hablante del castellano. Pero, ¿nos entenderá un portugués?
Ellos también tienen sus palabras con connotaciones muy especiales, valga una muestra, una palabra, hermosa pero ininteligible, “saudade” que explica cómo te sientes y nadie puede traducir. Denota algo sutil, etéreo, lejano, distante, triste y perdido. A Pablo Neruda le impactó y le fascinó el termino, “¿Qué será? Yo no sé. Lo he buscado en unos diccionarios empolvados y antiguos y en otros libros que no me han dado el significado de esta dulce palabra de perfiles ambiguos. Dicen que azules son las montañas como ella, que en ella se oscurecen los amores lejanos, y un noble y buen amigo mío (y de las estrellas) la nombra en un temblor de trenzas y de manos”.[1]
En consecuencia, considero que cuando se aprende un idioma, sin importar la edad, lo que absorbe, cautiva y embelesa, más allá de la gramática, más allá de toda regla léxica, es una nueva y categórica manera de ver el mundo.
[1] Disponible en: https://www.poesi.as/pn23028.htm
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Pingback: LA REALIDAD QUE CONTIENEN LAS PALABRAS — Maestrociro’s Blog | Desde mi Salón - julio 19, 2020